martes, 27 de julio de 2010

Para leer a Isabel Allende

26 de Julio de 2010

Para leer a Isabel Allende

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ROBERTO CASTILLO
Enseña en la Universidad de Haverford desde 1991. Bachiller en Sociología en Kenyon College, Ohio, Master en Literatura Hispanoamericana en Vanderbilt University, Master y Doctorado en Lenguas y Literaturas Románicas en Harvard.

La discusión sobre los méritos de Isabel Allende para el premio nacional de literatura me recuerda la cháchara pública del reciente Mundial, cuando todo el mundo se sentía calificado para opinar con la autoridad de quien siempre fue futbolero, aunque fuera incapaz de distinguir entre un córner y un cornete. Me huele que los parlamentarios, muchos de los tuiteros y los hablantines mediáticos que se han metido a la mocha literaria tampoco distinguen muy bien entre metáfora y metapío. La intensidad de la controversia es inversamente proporcional a la relevancia que tiene la narrativa en un país donde, según ciertos estudios, pocos entienden lo poco que se lee.

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Casi todos los argumentos en pro y en contra de Isabel Allende se reducen a una serie de declaraciones acerca de lo que constituye la buena literatura, hechas sin mayor sustentación, o por lo menos sin elaboración. En parte esto se debe a que el “debate” se ha manifestado a través de columnas (que exigen brevedad) o por twitter (que no exige nada). Al parecer, para los analistas o comunicadores no es prioridad orientar al público acerca de los parámetros que manejan. A esto se suman las descalificaciones y las acusaciones innecesarias. El punto más bajo se alcanzó cuando Elizabeth Subercaseaux (en un intento de escuderear por Isabel Allende) acusó de misoginia a Rodrigo Pinto, uno de los críticos más serios de la plaza. Habla bien de Pinto que no se haya dignado a responder. Por otro lado, en el universo paralelo de  twitter, alguien, por ligereza (lo más probable) o por mala leche (no anula lo primero) sugirió que la reciente donación de Isabel Allende a la teletón del terremoto explicaba por qué se le daría el premio. Oscar Wilde distinguía entre literatura y “remarks” (algo así como observaciones); pues bien, en este caso, no ha habido crítica sino poco más que opiniones, algunas de ellas emitidas y retuiteadas desde ultratumba en la voz de Roberto Bolaño (quien, de estar vivo, nos ahorraría toda esta controversia).

El tono malhumorado del “debate” y la falta de referencias concretas a la obra de Isabel Allende hacen que uno empiece a sospechar, sin embargo, que pocos de los opinantes se han molestado en leer de verdad a Isabel Allende.

No es necesario ser partidario de la candidatura de Isabel Allende para caracterizar como injusto y poco serio el desdén con que ha sido tratada en este vendaval mediático. No valdría la pena referirse al seudo-problema de las ventas millonarias si no fuera porque los bandos del club de la pelea, lo digan abiertamente o no, lo han convertido en tema de discusión.

¿Merecería más el premio Isabel Allende si hubiera vendido menos? Christopher Hitchens cuenta que el novelista Peter De Vries “quería un público masivo para sus libros, una lectoría que fuera lo suficientemente grande como para que sus seguidores de la élite lo pudieran despreciar”.

Con su anhelo casi inconfesable, De Vries nos recuerda que la distinción entre la élite y las masas también es cosa de números; la primera se ve obligada, a riesgo de desperfilarse, a construir y mantener la diferencia entre ella y el vulgo que pulula. De ahí que la élite que se erige como referee estético (vestigio de la dogmática ciudad letrada que una vez nos impuso, oh paradoja, a los García Márquez) se vea obligada a conservar su dignidad pontificia restando méritos de partida a cualquier escritor “superventas”. El terror de la masificación se ha manifestado en Chile de manera algo cómica: oí que alguien comparaba a Isabel Allende con Corín Tellado, declarando con un bochorno siútico que a los españoles jamás se les hubiera pasado por la mente premiar a la escritora de melodramas. Es patético que se intente poner a Isabel Allende en la misma categoría de Dan Brown, Paulo Coelho, o Mercedes Vigil, para no nombrar a otros.

Pero mientras algunos detractores parten de la premisa de que vender demasiados libros no es aceptable, otros, con un populismo-reflejo igualmente romo, consideran que el éxito de mercado es prueba suficiente de calidad.

El tono malhumorado del “debate” y la falta de referencias concretas a la obra de Isabel Allende hacen que uno empiece a sospechar, sin embargo, que pocos de los opinantes se han molestado en leer de verdad a Isabel Allende. Uno que otro confiesa (como si fuera un mérito) que se aburre a las pocas páginas. No sorprende que ante la falta de lectura se recurra a otros indicadores que puedan guiar la opinión pública o influir  al jurado, aunque poco tengan que ver con la calidad de la obra o con la naturaleza del premio en cuestión.

Elizabeth Subercaseaux, abogando a favor de Allende, mencionaba hace unas semanas en El Mostrador que a la novelista se la enseña en las universidades norteamericanas de mejor nivel. Es muy probable que sea cierto, aunque no hay forma exacta de verificarlo, porque no existe el catastro de qué se incluye en los planes de estudio y porque los profesores (acá, como en muchas partes del mundo) tenemos amplia libertad para escoger los textos que enseñamos. No me queda claro qué podría indicar este dato o cómo puede ser utilizado para dirimir quién merece un premio literario, pero de todos modos no está de más chequear el aserto. Un tanteo somero confirma que Isabel Allende no está ausente del variadísimo currículum de estudios literarios latinoamericanos en los Estados Unidos y que, en efecto, su obra ya desde hace mucho tiempo viene siendo objeto de estudio en muchas tesis de maestría y doctorado. En mis propios cursos sobre literatura y cultura latinoamericana en Haverford College incluyo a menudo La casa de los espíritus. Lo hago porque una vez que uno despeja las obviedades sobre las semejanzas estilísticas con ciertos momentos de García Márquez, se encuentran en esa novela innovaciones narrativas y temáticas que vale la pena considerar para entender tanto la historia literaria de Chile y América Latina como el modo en que esa literatura confronta (o soslaya) el problema de la memoria. No es tan cierto, como aduce Gustavo Faverón, con destreza pero sin sustento, que a Isabel Allende se la estudie solamente en el contexto de los estudios culturales. Cito como ejemplo la tesis doctoral de la profesora de UCLA Verónica Cortínez (Harvard 1990), en la que compara, a través del lente de la crónica de Indias, laHistoria verdadera de Bernal Díaz del Castillo, Terra Nostra de Carlos Fuentes y La casa de los espíritus.

El más frecuente caballito de batalla contra Allende es el de sus similitudes con García Márquez, que son tan importantes y tan innegables como las divergencias. Podríamos comenzar con los parecidos, aunque para cualquier lectora informada sean evidentes: la crónica de familia como alegoría, elementos mágico-realistas, una amplitud de frecuencia similar en el tono de la voz narrativa. Aunque sea obvio, hay que decir que cuando se cotejan semejanzas como éstas en la literatura es saludable considerar cómo se modula concretamente la influencia, que es acaso el impulso más dinámico de la literatura o incluso el sine qua non de cualquier proyector creativo. ¿Es simple imitación, emulación, parodia, simulacro, respuesta, desafío, homenaje? Nada de esto se menciona ni por encima en las columnas de opinión que he leído hasta ahora. Se da por sentado el dictamen simplificador de que Allende “le copia” a García Márquez.

Algunos detractores caracterizan la obra de Isabel Allende como ingenua, poco intelectual. Ella sería un nuevo ingenio lego en las letras castellanas, alguien incapaz de darse cuenta de los alcances de sus propias gambetas creativas. La propia autora, con ese tono que esconde tan bien la ironía, ha contribuido a propagar la idea de su “naiveté”. Esta valoración ha existido desde un principio. En 1983, poco después de la publicación de La casa de los espíritus, participé en una sobremesa en casa de un crítico chileno exiliado en Venezuela.  La opinión unánime de esos lectores profesionales -entre los que se contaba un gran experto venezolano sobre la obra de Carpentier-  era que no valía la pena leer más de una veintena de páginas de la novela de Allende, porque todo era un refrito de “Gabo”. Uno de los presentes incluso dio a entender que el mismo “Gabo” había opinado lo mismo al leer la novela de Allende. El crítico venezolano exclamó entre risas que el personaje de “Rosa La Bella” era una copia descarada de Remedios La Bella de Cien años de soledad, dando a entender que “Gabo” había opinado lo mismo.

Caminando a mi hospedaje, saqué la novela de la mochila y me paré a leerla debajo de un farol del parque Bolívar. De ahí no me pude mover en varias horas, hasta que me pilló la madrugada tropical. La mofa de mis contertulios me acicateó a leer con particular cuidado la historia de Rosa, la bella. No me fue muy difícil ver las semejanzas con Remedios, pero lo que me golpeó la vista fueron las diferencias. Esto me hizo cuestionar la opinión tan taxativa de esos expertos. ¿En vez de “copia descarada” no sería más productivo hablar de respuesta intertextual en clave feminista? El cuerpo de Remedios desaparece, deja de molestar con su belleza inalcanzable a los machos de Macondo. En cambio, Rosa del Valle es la primera víctima de la violencia política que se avecina; su cuerpo envenenado es sometido a vejámenes y violencias más allá de la muerte, en una zona muy alejada de toda magia truculenta de sábanas y ascenciones virginales. ¿Y cómo leer las quejas de Clara del Valle sobre la confusión que causan en las crónicas familiares los nombres repetidos, sino como un comentario a la reiteración onomástica de Cien años? Con el tiempo, encontré un estudio de Patricia Hart, donde ella propone que una visión dinámica de la influencia entre Allende y García Márquez debe tomar en cuenta estas alusiones directas y, además, integrar la posibilidad de que en el García Márquez posterior a Isabel Allende se encuentren transformaciones interesantes en sus propios personajes femeninos.

Lo latero es que para cotejar estas ideas con los textos, hay que leer. Si se leyera bien la primera novela de Allende (lo mejor que ha escrito, en mi opinión, junto con Paula) se vería que la influencia literaria de García Márquez no es la única. Como consigna Verónica Cortínez, una pista esencial para entender La casa de los espíritus es la presencia tutelar de Neruda, quien nos entrega acaso la mejor llave para acceder sin prejuicios a la obra de Isabel Allende: “Quien huye del mal gusto cae en el hielo”.

A lo mejor los expertos con quienes cené esa noche en Caracas se habían tomado en serio su propio consejo de no leer más de veinte páginas, o de seguir al pie de la letra el dictamen de Ignacio Valente en El Mercurio: “vagamente garcíamarquista, [...] vende como pan caliente o como licor exótico en los mercados mundiales del libro”. Por lo menos se sabe que Valente sí leía de tapa a tapa lo que criticaba.  La opinión desmesuramente despectiva de algunos hacia Allende provenía y sigue proviniendo de un prejuicio apenas disfrazado sobre alguien a quien los comensales de Caracas identificaban apenas como mujer, periodista chacotera de revistas femeninas y niñita bien. Me parece que en Chile se subentiende que los premios no son para gente como Allende, sino para autores que privilegien un “planteamiento narrativo” asimilable a las tendencias críticas en boga por sobre la práctica del oficio de narrar. Ellos recibirán los premios como don natural, serán considerados justos ganadores; los demás, especialmente las demás, lo recibirán porque son mujeres o porque le dieron plata a la Teletón.

Nada de esto es nuevo. Marcelo Coddou decía hace décadas que a Isabel Allende “se le señalan una serie de limitaciones, cuando no se le pide francamente que escriba la novela que al crítico le gustaría leer”. Ésta es la falacia crítica más elemental y sin embargo la más evidente en el tratamiento que se le ha dado a la obra de la novelista avecindada en California.

Tal vez Isabel Allende no sea la mejor de las figuras nominadas, pero sí creo que sus méritos son dignos de gran respeto. Algunos lectores que se consideran letrados, con un celo digno de mejores causas, han sido incapaces de otorgarle ese respeto mínimo y denostan así el premio que profesan defender.

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